PERA ES UNA FRUTA

PERA ES UNA FRUTA

 

 

–No. Tú no te llamas pera, pera es una fruta. Tú eres mi Pedrito. A ver, acércate que te vea bien.

Su abuela. Era su abuela la que tenía delante, cómo le iba a soltar a esa viejita su rollo independentista. En aquel momento fue consciente de algo muy serio. El paso del tiempo y la distancia casi había borrado el lazo más sagrado, la raíz del clan. Pero la raíz estaba allí, en el portón de aquella casa encalada. Lo quisiera ver o no.

En ese momento repasó los años que hacía que no pisaba aquel pueblo remoto. Quizás fueran diez. Sí. Hizo la cuenta de los años que tenía su hija y le salieron los números.

–Abuela, le traigo a su bisnieta.

La niña, encaramada a las piernas de su padre, saludó a su bisabuela tímidamente. Ella gritó como gritan las mujeres del sur cuando ven a un pariente inesperado y se abalanzó sobre ella y la besó ruidosamente y lloró. Mucho.

–¿Dónde está la madre?

Él le dijo que en casa, en Barcelona, que tenía trabajo. Era una mentira muy gorda pero la verdad resultaba amarga tanto para él como para ella y tampoco procedía. Además, pensándolo bien, su ex mujer no encajaría en ese pueblo en la vida, sus costumbres refinadas de buena familia pequeño burguesa catalana no tenían nada que ver con aquel desparpajo salvaje y a veces cruel del sur. O sí. Eso nunca lo sabría, al fin y al cabo no eran más que prejuicios.

Entraron en casa y la abuela les puso borrachuelos de azúcar y café y chocolate y merengues y dursesitos de cabello de ángel. Dijo que no podía probarlos porque estaba a dieta y él recordó que la última vez que la vio dijo exactamente lo mismo. Fue entonces cuando echó una mirada al rebate de la puerta y no vio a su abuelo y recordó que el día en que falleció estaba en proceso de separación y no pudo acudir al entierro. Lo vio allí sentado, como siempre, con su vareta y su mimbre, haciendo canastillas. Eso fue antes de que perdiera la vista. Cuando era un mocoso, en las calurosas noches de verano, dormían en la azotea y él le explicaba los secretos de las constelaciones, el lucero del alba, el caballo blanco de Santiago, el carro y la osa mayor. La niña cogió un borrachuelo y lo miró extrañada.

–Papa, què és això?–Dijo.

–Un borrachuelo, niña, come, come verás qué rico.–Dijo la viejita poniéndole el plato en el cuello.

La televisión estaba encendida y emitía un informativo. Recordó que siempre estaba la televisión puesta en casa de su abuela y que su madre, allá, en Barcelona, también lo hacía. Dicen que acompaña pero él cree que más bien despista.

Se incorporó y paseó por la casa. Su hija se quedó con su bisabuela en el comedor, acababa de descubrir los borrachuelos, el merengue braseado con Pedro Ximénez dulce y su paladar goloso lo estaba gozando como nunca. Él entró al patio, la parra estaba abandonada y las moscas celebraban un aquelarre en cada racimo. Pensó en su trabajo, el que perdió, en su ex mujer, en su jefe, el señor Puigmartí, en su ex mujer, en el desmantelamiento de la fabrica, en el ERE, en su ex mujer, en la obertura de la fábrica en Bangladesh, en la miseria de indemnización, en los pobres explotados asiáticos que trabajarán por menos de la mitad que trabajó él, en su ex mujer… Estaba aturdido, fatigado, siete horas al volante tenían la culpa. Volvió al comedor y pilló a su abuela con la boca llena. Ella, como si tuviera la edad de su hija, tragó de golpe y se sacudió las miguitas del escote con disimulo. Siéntate, Pedrito, la niña está guapísima, mucho mejor que en las fotos.

Se sentó junto a su hija. Hubo un silencio largo de reconocimiento y duró el tiempo suficiente como para que las cosas volvieran a estar como en el año 2004. En la tele salió Artur Mas a su regreso de Madrid después de la manifestación de la Diada. La gente le arengaba, miles de senyeras ondeaban al viento y Mas levantaba los brazos en señal de triunfo. De repente, como por accidente, se sintió muy lejos de aquellas imágenes, de aquellos símbolos. En casa de su abuela no había banderas. Su abuelo hacía canastas de vareta y mimbre y él poco sabía hacer más que buscar trabajo y lamentarse.

–Pare, mira, senyeres a la tele!

–Sí filla, sí. Senyeres…

Apagó la tele con el mando a distancia, cogió un borrachuelo y lo devoró.

–Buenísimos, abuela. Como siempre.–Dijo con la boca llena.

 

13 de junio de 2013. Cuentos del cubo de la basura.

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