ARTISTAS QUE LLORAN CON MUCHA FRECUENCIA

ARTISTAS QUE LLORAN CON MUCHA FRECUENCIA

 

Philippe Garrel

Empezar un artículo siempre da algo de vértigo porque te obliga, en cierta medida, a estructurar tu pensamiento. A las personas creativas nos cuesta eso, vivimos en un mundo caótico de ideas más o menos locas, más o menos cuerdas, en continuo movimiento y en continua precariedad. Vivir creativamente tiene sus inconvenientes, como cualquier opción en la vida. En el mundo del arte si no tomas partido estás muerto y si lo tomas y los vientos no soplan a favor, también. “El arte nace en muchos gilipollas, eso es propio del arte”, dijo Philippe Garrel en una rueda de prensa. Y lo suscribo.

Muchas cosas han cambiado desde que empecé a escribir contenidos allá por el año 2000; sí, aquel año en el que los ordenadores iban a dejar de funcionar y los precios de los cafés en euros no se iban a redondear. ¿Os acordáis? Si eres millennial seguro que no y quizás creas que postureando en Instagram y colándote en fiestas de famosos puedas vivir del cine o del teatro algún día. Puede que lo consigas porque hay un margen infinitesimal de que así sea. Si es tu caso, te pido un esfuerzo: este artículo tiene más de mil palabras, si no eres capaz de leerlas porque no tiene fotos bonitas retocadas con Photoshop, ahí tienes la puerta y cierra al salir, por favor. El oficio merece todo el respeto que tú no le profesas.

Después de estudiar audiovisuales y con veinte años de atalaya para poder observarlo todo desde arriba, me atrevo a decir que lo cambiante no es más que un espejismo en el más amplio sentido de la palabra. Lo único que ha cambiado es la técnica, pero los procesos de producción continúan intactos tanto en el cine como en el teatro.

Siempre he mantenido una actitud independiente a lo largo de toda mi carrera pero sería de hipócritas decir que no he intentado en más de una ocasión obtener algún tipo de subvención que pudiera sostenerme económicamente durante algún tiempo. Pero no ha sido así, podéis echarle un vistazo a mi web y no veréis, de entre todos mis trabajos, indicios de ayudas gubernamentales ni nada que se le parezca. ¿Cómo lo he conseguido? Es sencillo, autofinanciación y financiación privada.

Leo con cierta preocupación artículos y opiniones sobre la crisis que se cierne en torno a la cultura a partir del enésimo cisma capitalista causado por el Covid y los daños colaterales de un confinamiento a mi juicio demasiado severo. Puede que penséis que mi preocupación tiene que ver con esa especie de sentimiento de indignación ante la falta de iniciativas institucionales que financien y fomenten la cultura. Nada más lejos de la realidad.

Mi posicionamiento es absolutamente contrario al de muchos artistas que aparecen en las redes sociales con cara de pena pidiendo lo suyo. Tampoco quiero meter demasiado el dedo en la llaga. Soy consciente de cómo lo deben estar pasando muchos actores, directores, músicos y demás que tratan de ganarse la vida en el escenario y ven como se limitan los aforos mientras los bares y las terrazas se llenan de gente que se salta las normas, ese contradictorio catálogo de órdenes orwellianas que lo único que consigue es dañar nuestro sistema inmunológico y poco más. Y soy consciente porque yo también formo parte de ese colectivo aunque ahora no tenga show en gira. No obstante, eso no me exime de mi capacidad crítica, del uso de mi propia experiencia durante todo este tiempo, de remover la memoria para poder dar con las claves o, al menos, con las preguntas que puedan resolver este día de la marmota cultural en el que vivimos.

El problema de fondo no es que un grupo de privilegiados –cada vez más reducido, dicho sea de paso– se quede sin su porción de pastel en forma de una nada desdeñable cifra reflejada en el BOE. He pasado por varias crisis, empecé en esto en plena burbuja inmobiliaria, en un periodo de “bonanza” económica que sin embargo no se vio reflejado en cuanto a inversión en las industrias culturales, ni en calidad ni en cantidad. Salvo alguna excepción, claro está.

Durante estos años, un buen puñado de artistas, mayoritariamente posicionados en la estela de una izquierda más o menos intelectual –a veces intelectualoide, me atrevería a decir–, protestaban públicamente –y probablemente con razón– ante la discriminación de un sector que parecía a todas luces que no interesaba a nadie. Eran los tiempos de Enrique Cerezo, Filmax y José Luís Moreno, puro entertaiment, como dicen los estadounidenses. Los temas subvencionables por parte del ministerio de cultura, aunque pueda parecer contradictorio por tratarse de un gobierno conservador, fomentaban la globalización y el multiculturalismo. ¿Os acordáis de Clandestino, de Manu Chao? Pues eso.

Es evidente que, a toro pasado, se pueda entender esto como una estrategia del Estado en concienciar a la gente de los cambios positivos de esa globalización incipiente, pero no de los negativos: mano de obra barata, precariedad laboral, degradación de los barrios… A gran parte de la clase empresarial de este país (incluidos los grandes productores de espectáculos) les benefició esa globalización y, no hay que ser ingenuo, el aznarato se nutrió y fomentó sus “virtudes”: beneficios a corto plazo, privatizaciones, clientelismo, comisiones…

Durante aquellos años terminé de escribir mi primer largometraje, una comedia negra que tocaba temas peliagudos como la especulación del suelo y la okupación, en la que estaba inmerso con algunas iniciativas de autogestión, muy habituales en los barrios periféricos por aquellos años. Traté de moverlo, asistí a eventos, pichings y otras historias, pero no hubo manera. Para poder comer tuve que alternar varios trabajos alimenticios con alguna asesoría de guión, algún spot y videos corporativos. Después, con el cambio de gobierno y la irrupción de la progresía zapateriana, pensé que la cosa iba a cambiar, que aquellos artistas que antes se quejaban iban a tomar la iniciativa y plasmar sus grandes ideas.

Y vaya si lo hicieron. Lo que pasó es que ciertas facciones de la SGAE estrecharon su círculo, blindaron las ayudas y determinaron los temas subvencionables en pos de un direccionismo ideológico, dogmático y sensiblón. En definitiva, un atentado a la independencia del artista. Empieza, pues, la época del dame pan y digo lo que tú quieras.

No hubo un equilibrio entre iniciativas, ni mucho menos mecenazgo. Al sector privado, inversionistas y demás, seguía resbalándosela eso de la cultura y la única opción de reflotarla era de nuevo la misma: subvenciones estatales. Vale decir que durante unos meses tuve fe en que la cosa podía cambiar, insisto, pero todo se fue al garete con la entrada de mi colega Ángeles González-Sinde en el gobierno. ¿Os acordáis de ella? ¿No? Pues fue ministra de cultura, para el que no lo sepa o no se acuerde o no se quiera acordar.

El balance fue desastroso, había que proteger a los artistas de la piratería a toda costa y la SGAE repartiría sus migajas entre sus amigos. Se endurecieron las inspecciones y de buenas a primeras la Sociedad General de Autores y Editores se convirtió en la nueva inquisición. En aquel momento estrenaba ¡Oh, Itimad, Itimad! en el Teatre del Raval y lo sufrí en mis propias carnes recibiendo la visita de uno de sus hombrecillos de traje, caspa y maletín que quería entrar sin pagar su entrada para ver si tenía los derechos de las canciones reservados. Evidentemente se negó a pagar y le eché. ¿Quién coño se creía que era? Sencillo, la rata que buscaba el queso que ni siquiera se iba a comer.

La gestión cultural zapateriana fue un fiasco pero durante sus últimos coletazos insuflaron dinero público a causas como el feminismo y los derechos LGTB, esos temas junto a una buena red de contactos eran garantía de subvención. Pero en seguida reventó la burbuja inmobiliaria y entró la crisis otra vez. Lo que pasó después ya lo sabéis, Rajoy y el sopor, con ser muy españoles y mucho españoles ya teníamos bastante. Tanto se recortó el ministerio de cultura que pasó a ser el de deportes y el de muchas cosas más.

Durante el sopor rajoyano se trató de impulsar una ley de mecenazgo con la intención de estimular la iniciativa privada. Pero fracasó porque a la iniciativa privada de este país, insisto una vez más, se la suda la cultura por norma general. ¿Y qué pasó? Que aumentó la autoexplotación y el micromecenazco, el hazlo tú mismo. Resultado: más precariedad laboral e intrusismo profesional. Para acabarlo de rematar, aprueban lo que se llamó Nueva ley del cine, con la que cerraban la puerta a producciones de menos de un millón de euros y abrían el grifo a los monopolios televisivos. Si con el zapaterismo cerraron círculo, con las gaviotas de Rajoy lo cerraron aún más. Y en teatro más de lo mismo pero a pequeña escala, las giras, incluso las giras de teatro infantil, las llevaban –y las llevan– empresas como Focus y sucedáneos.

También durante estos años muchos artistas aparecieron en las redes sociales con cara de pena pidiendo lo suyo, igual que ahora con la crisis del Covid. Con Pedro Sánchez en el poder, unas minorías, el club de las barrigas llenas –a menudo con una falta de talento exasperante–, se aseguraban financiación con los temas estrella que ya había potenciado Zapatero antes de la anterior crisis: feminismo, violencia de género (somos uno de los países con menos casos de la UE), problemáticas LGTB y racismo, entre otros subtemas. Ya no se habla de globalización, ni de los inmigrantes sin papeles, ni de las pateras que vienen de África, ni de la pobreza infantil. Curioso, ¿no?

Si tengo que destacar algo positivo de los últimos años es la irrupción de nuevas plataformas digitales (Netflix, HBO…), no necesariamente por la calidad de sus propuestas, que la hay como también hay mediocridad,  sino por la ingente producción audiovisual y cultural, en definitiva.  Pero no nos engañemos, todas esas plataformas son de capital extranjero, ninguna, que yo sepa, ha surgido de nuestra clase empresarial. Así pues, cambia todo cambia, decía Violeta Parra.

Todo cambia, sí, para que todo siga igual.

 

 

 

 

 

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